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Lilibeth

  La última vez que la recordé fue hace casi un año, unos minutos antes de la última vez que la vi. Al poco tiempo la olvidé y ahora pienso en ella de nuevo. Hace un rato estaba haciendo la fila en la caja del supermercado y, no sé por qué, se empezaron a reproducir en mi cabeza distintos momentos que vivimos juntos.   Ahora me pongo a revisar todos los contactos de mi celular para ver si encuentro su foto de perfil, pero no, no tiene. Tal vez me bloqueó o cambió de número, no sé. No tengo redes sociales y, por lo tanto, ningún recurso para ver una foto suya. No estoy seguro de cómo se veía la última vez que nos encontramos, así que trato de visualizarla como en aquel corto tramo en el que fue parte de mi vida y yo de la suya. No compartimos una historia muy compleja ni interesante, pero por algún motivo, las calles recorridas, las juntadas, las noches y su nombre, Lilibeth, se me siguen apareciendo cuando menos me lo espero. Salgo a esperar el colectivo y acá, en la intempe...

Lo que vendo

  Ya van quince segundos y el agua sigue saliendo marrón, lo cual me hace pensar que fue bueno haber vomitado el mate cocido que me prepararon. Lo peor no es el color del agua, sino lo helada que sale. De todas formas, tengo que lavarme las manos. Ya habiendo hecho mis necesidades es que me hago verdaderamente consciente de la precariedad que me rodea. El lugar en el que estoy no es un baño y no se encuentra en una casa.   Las chapas cubren parcialmente la intemperie, la luz del sol se filtra. Ese aspecto me causa un malestar peor que mi diarrea. ¿Con que me limpié?, ya no quiero ni pensarlo. No cagué ni vomité en un inodoro, en algún tiempo quizás lo fue, pero ya no. Tal como mis anfitriones que en algún momento quizás parecieron humanos y ahora son una colección de arrugas, piel curtida y unos trapos viejos y apolillados que cubren toda esa masa de decrepitud.   Quiero saltar varios minutos en el futuro y estar ya en mi auto con la calefacción encendida, pero no tengo m...

Réplicas

  No es mucho lo que sabe Maribel. Todo lo que lleva en su mente, además del pequeño mundo creado a su alrededor, son las instrucciones para la tarea que tiene que realizar. Para arreglar el ventilador debe ir desde la casa de su madre en San Martin, su casa en ese momento, hasta el barrio Once y conseguir un juego de pequeños destornilladores para desarmar celulares, de esos que muchas veces le han ofrecido comprar durante algún viaje en subte. A propósito de aquel vehículo, en esa extraordinaria ocasión, el subterráneo tiene que pasar justo por la puerta de su casa. Maribel espera mientras se toca la panza y, aliviada, nota que está chata. El subte se detiene frente a ella. Son los clásicos vagones de la línea B, con los asientos rojos. El tren está a la intemperie y se hace subterráneo en el momento en que Maribel entra y las puertas se le cierran por detrás. Aquel tren que se detuvo en la calle ahora se mueve bajo tierra. Hay muchas personas viajando. Es una perfecta recrea...

Condenada sangre

  No se la podía ver. Un mes atrás había accedido a participar en un experimento que dio como resultado su insoportable condición. Después de padecer en el laboratorio los dolores de los estudios previos y las largas jornadas de tratamientos, el tumor había desaparecido, pero a un costo altísimo: quedó completamente invisible y ella, a su vez, no podía dejar de ver en ningún momento. Al cerrar los ojos, la luz atravesaba sus transparentes párpados, por lo tanto, dormir era algo del pasado. Además, todo lo que tocaba dejaba de ser visible y su voz se había vuelto imperceptible para el resto de los oídos humanos. Habiendo pasado un mes completo postrada y sola, la invisible ahora podía moverse de nuevo. Harta de ser así decidió ir al laboratorio a exigir que la volvieran a su condición anterior. Prefería estar enferma a seguir viviendo de esa forma. El odio que sentía por el científico que había experimentado con ella no desaparecería nunca, ni siquiera después de verlo pender colg...

El último movimiento

  Los dos se sentaron a tomar algo. Uno era delgado, entrado en edad y muy alto, el otro era Joannes Kraft. — Algo me enteré, pero mejor contámelo vos. — Dale, ¿Qué parte querés saber? — Contame toda la anécdota. — Bueno. — Pero pará, contame todo con lujo de detalles y no la hagas muy larga. — ¿Por dónde empiezo? — Ubicame un poco en contexto si querés, como si no te conociera. — Dale. — Pero pará, Joannes. Trata de que sea como una sinopsis. Resumilo en tres actos y con las peripecias estructurales bien definidas. — ¿Tercera persona? — Si, en tiempo presente. Y trata de no usar gerundios. — ¿Puedo putear? — En la medida de lo posible no. — Voy a tratar. Empiezo. — Dale. — Por el año 1790, en un poblado austríaco, vive un talentoso y alcohólico compositor llamado Joannes Krafft. Luego de una habitual noche de juerga, Krafft duerme bajo la lluvia y bajo el brazo tiene la partitura de la sinfonía que quiere tocar en las audiciones que se hacen en la i...