Lo que vendo
Ya van quince segundos y el agua sigue saliendo
marrón, lo cual me hace pensar que fue bueno haber vomitado el mate cocido que
me prepararon. Lo peor no es el color del agua, sino lo helada que sale. De
todas formas, tengo que lavarme las manos. Ya habiendo hecho mis necesidades es
que me hago verdaderamente consciente de la precariedad que me rodea. El lugar
en el que estoy no es un baño y no se encuentra en una casa. Las chapas cubren parcialmente la intemperie,
la luz del sol se filtra. Ese aspecto me causa un malestar peor que mi diarrea.
¿Con que me limpié?, ya no quiero ni pensarlo. No cagué ni vomité en un
inodoro, en algún tiempo quizás lo fue, pero ya no. Tal como mis anfitriones
que en algún momento quizás parecieron humanos y ahora son una colección de
arrugas, piel curtida y unos trapos viejos y apolillados que cubren toda esa
masa de decrepitud. Quiero saltar varios
minutos en el futuro y estar ya en mi auto con la calefacción encendida, pero
no tengo más remedio que vivir lúcidamente, por más surrealista que pueda llegar
a ser, lo que queda de la secuencia que comenzó hace un rato.
Por lo general no tengo un trato directo con mis
clientes y cuando los veo es siempre en las oficinas, pero los Armistead habían
insistido en invitarme a la estancia a almorzar y no podía darme el lujo de
mostrarme poco cordial con los mayores terratenientes de la zona. Fue una
tertulia agradable; no es que no esté acostumbrado a un estilo de vida cómodo,
pero el lujo de esas instalaciones me deslumbró. Terminado el asado, el coñac y
los habanos me di cuenta de que no me estaba sintiendo muy bien. Seguramente
fue el sushi del día anterior, sentía que no estaba digerido aún. Me despedí
del matrimonio Armistead y de sus hermosos hijos que me saludaron con ese
pintoresco acento francés. Luego subí al auto y me adentré en el camino de tierra.
Claro que mi intención era buscar una estación de
servicio en el pueblo más cercano. No tenía pensado entrar a una tapera ni nada
parecido. Quería evitar salir del auto lo más que pueda, pero realmente
necesitaba un baño. Es común hablar de lo insoportable que es el verano en el
campo, pero nadie dice mucho de los inviernos, el frio es implacable en las
pampas y se siente como si el viento te cortara la cara. De todas formas,
dentro del coche tenía prendida la calefacción, así que en ese momento el clima
dejo de preocuparme. MI problema era que ya no podía aguantar. Sudaba y tenía
la sensación de que cualquier sacudón que pudiera pegar el auto en ese camino
no asfaltado, me haría evacuar en los pantalones.
Frené de golpe porque me estaba costando manejar.
Cuando miré por mi ventanilla noté la presencia de la tapera y sin pensarlo dos
veces me bajé del auto y caminé midiendo cada movimiento de mi cuerpo para no
tener un accidente. En ese trayecto logré llegar a cierto alivio. Durante un
momento todo lo que estaba a punto de expulsar subió y se acomodó, dándome un
poco más de tiempo. Pero sabía que ese confort sería efímero, y cuando la
urgencia me increpara de nuevo, el malestar sería cien veces peor, así que no
vacilé. Golpeé esa puertita oxidada, que en teoría protegía a ese hogar de
ladrillos pintados con cal, y esperé a ser atendido. Al no aparecer nadie,
simplemente entré.
De la ventana tapada con una cortina naranja, entraba
un poco de luz del día que se filtraba adoptando el color de la tela. Era una
luz cálida que contrastaba con el aspecto lúgubre del lugar. No veía lo
suficiente como para distinguir si el suelo era de cemento o tierra. Al entrar
olvidé por un momento cual era mi propósito ahí, como si estuviera hipnotizado,
solo me quedaba quieto observando las partículas de polvo que se hacían
visibles en las zonas iluminadas. Luego de recorrer tanto campo y ver tanto
horizonte, de golpe me sentía dentro de una cueva pequeña, húmeda, silenciosa y
fría. Por algún motivo me empezó a parecer que algo no andaba bien ahí dentro.
Necesitaba irme lo antes posible. Solo distinguí dos puertas. Una estaba tapada
con una cortina y la otra no. Comencé a caminar hacia la de la cortina, pero un
ruido me detuvo. Me di vuelta y los vi entrando. Los viejos encendieron una
lamparita que apenas iluminaba ese ambiente y se quedaron parados uno al lado
del otro. Ella tenía un cuchillo grande, mellado y ensangrentado, él sostenía
por el cuello dos gallinas muertas. Me miraban y yo a ellos.
— Este es el
que estuvo en lo del patrón hoy. — Dijo el viejo
La vieja no respondió. Tomó las gallinas y caminó,
pasándome por al lado, hasta la mesada de la cocina dejando allí lo que tenía
en la mano. En ese momento pensé en
disculparme por entrar a la casa, pero luego recordé que yo era un invitado de
los Armistead, así que esa tapera, al igual que todo lo que estaba en la
estancia, pertenecía a ellos.
— Solo voy a
usar el baño y me voy. — Dije mirando al viejo que aún no se había movido.
— No, no… debe
tener frio, ahora le preparo un mate cocido. — Dijo la vieja mientras llenaba
una pava con agua.
El fueguito de la hornalla apenas iluminaba un poco,
pero no se alcanzaba a distinguir todo lo que la vieja hacía en la cocina, así
que yo lo deducía por los ruidos que escuchaba. El viejo finalmente se quitó su
abrigo y se sentó. Tosía mucho y me miraba fijo. Yo acepté el mate cocido y me
senté a la mesa frente al viejo. Acepté porque reparando en lo poco que veía
del rancho, no quería imaginarme lo que sería ese baño. Así que la idea ahora
era la siguiente: tomar el mate e irme lo antes posible.
Pasaron unos minutos. Me costaba entenderlo, pero el
viejo, sin sacarme la mirada de encima, me estuvo hablando de los trabajos que
hacía en el campo, de cómo hasta hace unos meses tenían que ir a sacar agua del
pozo, de sus hijos, sus nietos y no sé qué más. No le presté atención, solo me
concentraba en la mirada. Era penetrante, de esas expresiones que dicen algo y
a la vez lo intentan ocultar.
— ¿Vos tenés? —Dijo la vieja mientras apoyaba la taza
de cerámica con la infusión frente a mí.
No respondí enseguida. Me fastidió la interpelación,
la pronunciación acompañada de saliva en cada consonante de la frase y el no
entender a que se refería.
— ¿Tengo? ¿Tengo que?
— Hijos. — Dijo la vieja. —Nosotros tenemos cinco.
— No, no… no tengo hijos.
La vieja se sentó a mi izquierda.
— Nosotros tenemos cinco. Eran seis, pero el Emilio
murió de cáncer. El Luís trabaja acá con nosotros. Los otros están en el
pueblo. ¿Usted conoce el pueblo?
La vieja hizo contacto visual conmigo por primera vez
mientras esperaba que le responda algo. Tomé un sorbo de mi mate, cuyo calor,
debo reconocer, se sintió satisfactorio. Luego respondí.
— Sí, tengo
muchos clientes en Salguero. Estuve un par de veces, pero no voy muy seguido. —
Tomé un sorbo más del mate. — Si, el señor ya me comentó lo de sus hijos.
El viejo, que aún seguía mirándome, añadió ofuscado ni
bien terminé de hablar:
— Ella estaba
en la cocina, no escuchó cuando te hablé de los pibes.
— Hay fotos de los chicos, son casi todas del Emilio,
¿querés verlas?... Las tengo en la pieza. —Dijo la vieja mientras se aproximaba
más a mí.
La proximidad de la vieja y la mirada del viejo me
incomodaban cada vez más.
— No señora, disculpe,
pero estoy un poco apurado. Tengo que viajar y quiero salir antes de que se
largue a llover.
Tomé otro sorbo de mate y en seguida mí intestino se
revolvió con violencia, recordándome el motivo por el cual había entrado a la
tapera.
— No va a llover, esa tormenta está en Rosario ya. No
se apure. Acá es bienvenido señor. — Me demandó el viejo mientras se frotaba
las manos para calentarlas.
Después de una pausa de algunos segundos, la vieja
siguió hablando.
— El Luis tiene una nena.
El viejo al fin me quitó la vista de encima para mirar
directo a los ojos de su mujer, como si le pidiera la palabra.
— Si, nuestra nietita Fátima. El Luís trabajó todo el
día, ahora está durmiendo la siesta con Fátima. ¿Los querés conocer?... los
llamamos si querés.
— No señor, no los despierte, no se haga problema.
Yo empezaba a sudar de nuevo. Me sentía nervioso por
estar ahí, por la presencia de los viejos, por pensar en que había dos personas
más en esa casa, porque me quería ir a la mierda y porque ya no podía aguantar
más y ya no quedaba otra, tenía que ser ahí, en ese baño.
— ¿Estás bien?
— preguntó el viejo.
— Si, necesito
ir al baño y después ya los dejó libres.
— Es por ahí. —
dijo la vieja señalando la puerta sin cortina. — Usted vaya que ahí se lo llamamos al Luis.
La urgencia ni siquiera me permitió irritarme por la
insistencia de los viejos.
— No se preocupe, otro día los conoceré.
Me levanté y caminé rápido, luego lento, después un
poco más rápido. Midiendo los pasos, creo que ocho en total, hasta la puerta
del, entre comillas, baño.
Ya me lavé las manos y salí del baño. Los viejos me
dicen que espere, que van a llamar a Luis y a Fátima antes de que me vaya, no
les importa que ya les haya dejado claro que no tengo interés en conocer a
nadie más en esa tapera. Ellos se dirigen a la puerta de la cortina. Ahí me doy
cuenta que la cortina tapa todo el umbral y no hay puerta en verdad. No sé si
del otro lado hay un pasillo o directamente la habitación. No sé si comparten
habitación con su supuesto hijo y su nieta. No me interesa. Tengo que aprovechar
la oportunidad para irme, porque están tardando y oigo ruidos como si buscaran
algo. Quizás una escopeta. Algo traman. Yo sé que me odian. Me odian más de lo
que odian a los Armisteaud. Yo en cambio no lo hago, ¿Por qué los odiaría?, si
hasta hace unos minutos ignoraba que existían. ¿Estarán realmente buscando una
escopeta? ¿Tienen la fuerza para resistir la patada del arma? ¿Y si me
envenenaron con el mate? La situación invita a ponerse un poco paranoico. Otra
persona tendría miedo. Yo no, porque guardo una pistola en la guantera. Amo
disparar, y me enorgullece decir que no erro tiro. Donde pongo el ojo pongo la
bala, como dicen en las películas. Yo sabía que esos años de práctica en Tiro
Federal no eran al pedo, pero siempre creí que iba a disparar a quien intentara
entrar a robarme, no a dos viejos moribundos y a su hijo, o a su nieta si es
que llega a hacer algo raro. Tengo que prepararme. Me despido con un grito y
camino rápidamente hacia la puerta. Como dije, no tengo miedo. Hasta me entusiasma
un poco todo el asunto, pero tengo que actuar rápido.
Ya empieza a lloviznar. La tormenta no se fue a
Rosario como dijo el viejo. Cuando entro al auto abro la guantera y preparo el
arma, dejando una bala en la recamara. Espero para poner en marcha el motor,
quiero ver que van a hacer los viejos. Efectivamente salen afuera. Están ellos
dos y un muchacho que, a pesar del frio, solo viste un jogging gastado y una
remera de mangas cortas. El viento sopla fuerte de frente a la familia. La
tierra del suelo se levanta ante ellos dejándolos completamente tapados durante
un momento. Cuando el polvo se disipa, la familia se me hace visible de nuevo,
varios metros más cerca. Me bajo del auto con mi pistola dentro del pantalón y
solo los miro. Ahora veo que el hijo lleva algo cubierto con una manta en
brazos. Supongo que aquel bulto es su hija.
— No se vaya todavía señor, que tiene que conocer al
Luis — dice la vieja con una mirada que a otro le hubiera parecido intimidante.
— Yo soy el Luis, hijo de puta.
El muchacho grita enojado y se me acerca hasta quedar
a menos de un metro de distancia.
— Mostrale a Fátima, Luis. — chilla el viejo con su voz aguda.
Luis comienza a desenvolver a, supongo que Fátima, de
las mantas que la abrigan.
— Nuestra nietita Fátima. — dice el viejo, mientras por primera vez lo
veo sonreír.
Luis se toma su tiempo, lo hace delicadamente. La bebé
no llora, no hace ruido, no se mueve. Mierda, creo que la bebé está adentro de
un frasco.
Si, lo que Luis deja ver al quitar la manta es un
recipiente grande, cuyo contenido es algo orgánico y muerto sumergido en
formol. Aquello es difícil de describir, pero lo voy a intentar. Se trata de
una pequeña boca sin maxilar inferior de donde cae una lengua como de
serpiente, bípeda, con lo que parecen ser pequeñas verrugas rojas. Los ojos se
estiran para los costados hasta llegar las cuencas a donde empiezan las orejas,
pero no, no hay orejas. ¿O sí? Hay como protuberancias aguzadas donde se
suponen que tienen que estar los brazos. Ya no quiero ver más eso. Es una
criaturita deforme y muerta, la versión más degradada de un bebé que alguien
podría imaginar, retorcida y compactada para que entre en un pequeño
recipiente.
— ¿Querés agarrarla? — dice Luis mostrándome el frasco más de
cerca.
No respondo. Retrocedo unos pasos.
— Tiene cuatro meses, los cumplió hace cinco años. Que
suerte que vino usted porque desde hace eso, cinco años, que estamos esperando
para que la conozca, señor Bañasco.
Quiero decirle algo a los tres, pero realmente no se
me ocurre nada. Siento que tengo mucho que procesar, pero no les voy a dar el
gusto de sentirme culpable por nada. Si puedo hacer oídos sordos a tantas
personas que me juzgan por mi trabajo, personas cercanas, incluso a gente que
me ha escrachado, todo este repulsivo show no me va a hacer temblar el pulso.
Yo no invoco las desgracias de nadie, ni los castigos de la naturaleza, no
controlo el azar ni la mala suerte.
De nuevo entro al auto. Siguen ahí, mirándome. Entren
a su rancho roñoso. ¡Entren! ¿No van a entrar? Perfecto. Saco el arma, apunto
rápido por la ventanilla y disparo. El proyectil perfora el frasco y atraviesa
la cabecita deforme. El formol, que no puedo imaginar de donde carajo lo sacaron,
embadurna las manos de Luis. Estoy seguro de que no le di a ninguno de los tres
porque no fue mi intensión hacerlo, y donde pongo el ojo pongo la bala, como
dicen en las películas. No veo que es lo que sucede después porque, ahora sí,
acelero y me voy al fin de ese lugar. Pero me va a costar un poco sacarme la
imagen horrible de esa criatura. Supongo que algún día todo esto va a ser una
anécdota, o un mal recuerdo. De todas formas, le digo chau a estas tierras. Que
la próxima vez los Armisteaud me inviten a su casa en Salguero o a cualquier
otro lado. Yo no vuelvo nunca más al campo. No tengo necesidad de hacerlo, pero
el producto que vendo sí. Eso va a quedar durante mucho tiempo. Va a estar en
esos suelos después de que me muera. Supongo que va a estar para siempre, así
que no tengo que dejar que eso ni nada me afecte.
Comentarios
Publicar un comentario