Lilibeth
La última vez que la recordé fue hace casi un año,
unos minutos antes de la última vez que la vi. Al poco tiempo la olvidé y ahora
pienso en ella de nuevo. Hace un rato estaba haciendo la fila en la caja del
supermercado y, no sé por qué, se empezaron a reproducir en mi cabeza distintos
momentos que vivimos juntos. Ahora me
pongo a revisar todos los contactos de mi celular para ver si encuentro su foto
de perfil, pero no, no tiene. Tal vez me bloqueó o cambió de número, no sé. No
tengo redes sociales y, por lo tanto, ningún recurso para ver una foto suya. No
estoy seguro de cómo se veía la última vez que nos encontramos, así que trato
de visualizarla como en aquel corto tramo en el que fue parte de mi vida y yo
de la suya. No compartimos una historia muy compleja ni interesante, pero por
algún motivo, las calles recorridas, las juntadas, las noches y su nombre,
Lilibeth, se me siguen apareciendo cuando menos me lo espero.
Salgo a esperar el colectivo y acá, en la intemperie,
hace mucho frio. Sostengo la bolsa del supermercado y el peso del nylon irrita
mi mano, la cual siento helada. El barbijo me abriga la cara y me hace picar la
barba. Sigo pensando en Lilibeth, pero no visualizo su cara. Solo recuerdo el
color de su pelo, su altura, sus expresiones. Podría describirla, pero su
imagen no llega a materializarse en mi mente. Ya no importa. En breve me voy a
olvidar de nuevo.
Sigo esperando el colectivo. Ya llevo 20 minutos y la
fila se hizo un poco larga. Tengo muchas ganas de fumar un cigarrillo, pero no
puedo hacerlo porque temo que la gente me ponga mala cara si ven que me saco el
barbijo para eso. El frio, la noche, el barrio y los charcos que se formaron
con la lluvia vuelven a traer a Lilibeth a mi mente. Me acuerdo de una de las
últimas veces que la vi antes de que perdamos contacto. Fue, según ella, la
última vez que tomaba, y lo hizo conmigo. Deben haber pasado unos cuatro años.
Era invierno y caminábamos por esta misma zona para ver si encontrábamos algún
quiosco en donde comprar cigarrillos. Faltaba un rato para que amanezca.
Acababa de llover y se había levantado un viento muy fuerte. Lilibeth tenía un
tapado negro, yo mi campera marrón y un gorro de lana verde. Me acuerdo que nos
llamó la atención ver a una señora con antiparras que barría la vereda. Son
esos detalles que no se olvidan. Lo extraño es que ahora la gente sale a la
calle con la cara cubierta, desinfecta la comida con alcohol, sale al balcón a
aplaudir a las nueve de la noche, cosas así. Nunca me había puesto a pensar lo
bizarro que resultaría este contexto, al cual ya nos estamos acostumbrando,
visto desde la perspectiva de aquellos días. Lilibeth, probablemente, haría
algún comentario gracioso al respecto, pero no reiría, no esbozaría siquiera
una pequeña mueca y yo no sabría si reírme o sentirme estúpido por no poder
responder algo que se equipare al nivel de ingenio de su comentario.
Volviendo a aquella vez, la estación de servicio
estaba abierta así que compramos los cigarrillos ahí y después nos tomamos lo
que nos quedaba en el baño. Lilibeth dijo: “es la última vez que tomo”. Tal vez
esa afirmación fue una indirecta para darme a entender que nos íbamos a ver
cada vez menos. Lo pienso ahora, no sé.
Me pongo a desenredar, como puedo, los auriculares que
saco de mi bolsillo. Cuando logro ponérmelos, antes de reproducir la canción en
mi celular, alcanzo a observar a alguien que está a unas cinco personas delante
mío en la fila. Es una chica que volteó unos segundos su cabeza y pude verla
brevemente de perfil, aunque la mitad de su cara está tapada por el barbijo y
lleva puesta una capucha. Empiezo a preguntarme si se trata de Lilibeth. Sin
duda podría ser. Su estatura es la misma y, como ella, no es demasiado delgada.
Ya que el colectivo sigue tardando me quedo esperando a ver si se voltea de
nuevo. Lo hace, gira un poco su cabeza y logro verla de frente. No estoy
convencido de que no sea. Después de todo hace un año que nos cruzamos por
última vez. Bien podría no reconocerla en seguida. No logro ver su boca porque
está tapada con el barbijo. Los ojos se ven oscuros desde donde estoy, así que
podrían ser los suyos. La nariz no me convence del todo. En realidad, no, no es
la nariz de Lilibeth porque claramente estoy mirando a otra persona. Da igual,
el colectivo de cartel 78 rojo finalmente está llegando. Reproduzco una lista
aleatoria de canciones en mi celular, la cual arranca con un tema de John
Frusciante. Y si, es una canción que alguna vez me recomendó Lilibeth, pero la
escucho muy seguido, es solo una coincidencia.
El colectivo no está tan lleno como otras veces. Aun
así, en contra de las reglas de distanciamiento social, debo ir parado. Me
ubico junto a una ventanilla que está completamente empañada y con mi brazo la
limpio un poco para poder mirar hacia el exterior. Me entusiasmo con la canción
de Frusciante así que decido reproducir todo el álbum. Es una música triste
que, en mi opinión, resalta muy bien el paisaje urbano frio, nocturno y húmedo
que estoy mirando. El viaje no es largo. Serán cinco o seis canciones las que
llegue a escuchar antes de bajarme. Es más que suficiente para mí.
Finalmente sube la última persona y el vehículo
arranca. El primer semáforo, en esa misma cuadra, cambia a rojo. El colectivero
frena bruscamente y yo pierdo el equilibrio. Cuando me doy vuelta para
sujetarme la veo parada detrás de mí. Sí, es Lilibeth. Tiene un Montgomery gris
y unas botas marrones, el pantalón es negro o de un azul muy oscuro. No es una
pobre suposición como la de antes en la parada, es ella de verdad. Al verme
sonríe, me doy cuenta por sus ojos, ya que su boca está tapada. Es raro porque
si contara las veces que la vi sonreír no llegaría a más de cuatro. Me saluda
diciéndome “Charly” y me acerca su codo para que yo lo toque con el mío. Ese
saludo no significa mucho, es parte de las nuevas conductas que vamos
adquiriendo con la pandemia y no habla de cómo Lilibeth me hubiese querido
saludar en verdad. Yo no le digo nada. Es ella la que empieza a hablar. Me hace
un par de preguntas sobre algunos conocidos en común a los cuales, al parecer,
ella también dejo de frecuentar. Yo hago algún comentario de la pandemia, pero
no más que eso. Después decimos algo sobre la economía y ya, ambos quedamos en
silencio.
Estamos recorriendo la zona industrial. Me tengo que
bajar en unas tres paradas. Ni Lilibeth ni yo hablamos. Ella saca su celular,
lo mira y lo vuelve a guardar en su bolsillo. Mientras la veo pienso en que la
conocí en circunstancias similares, también en un colectivo. Podría hacer lo
mismo. Conocerla nuevamente y tratar de que las cosas salgan bien esta vez,
pero no sé si quiero eso. Además, está la pandemia, la cuarentena parece que va
a durar toda la vida. Puedo pedirle de retomar el contacto, tan solo su número
de celular y volver a hablar seguido. Pero, ¿Por qué ella querría eso? Si así
fuera, podría sugerirlo, pero no lo hace. Da igual, no importan todas estas
boludeces, si siento que ya se fue todo al carajo. ¿Por qué le ofrecería a
alguien reencontrarse con la peor versión de mí? Ya no importa nada. Además, me
bajo en la próxima parada.
Lilibeth me señala que ya es mi parada, que vaya
tocando el timbre. Le hago caso y me voy preparando para bajar. Ella me dice
que cuando me acuerde le mande un mensaje así nos ponemos al corriente. Yo le
respondo que sí y nos saludamos de nuevo con los codos. Cuando me bajo del
colectivo el viento frio me pega justo en la cara. Ya casi no hay movimiento en
la calle. Tengo que caminar unas tres cuadras así que lo primero que hago es
bajarme el barbijo hasta el cuello y encender un cigarrillo. A lo lejos alcanzo
a ver la luz de un patrullero que frena en una esquina durante unos segundos y
arranca de nuevo. Voy a caminar estas cuadras escuchando de nuevo la primera
canción del disco. Desenredo los auriculares, los enchufo al celular y me los
pongo de nuevo. Me detengo antes de darle play.
De nuevo pienso en Lilibeth. Me pidió que le mande un
mensaje, pero creo que cambió de celular o me tiene bloqueado. ¿Por qué me
diría eso? Tal vez lo quiere realmente, pero en breve se va a olvidar de mi
igual que yo de ella. Ni siquiera debe tenerme entre sus contactos. A lo mejor
todo salga de otra forma la próxima vez que la vea. Quizás exista una cantidad
exacta de palabras que, pronunciadas por mí en frente de ella en un orden
específico, sirvan para que el reencuentro sea también un nuevo comienzo. Ante
ese caso, la pregunta pertinente sería, ¿Qué nuevo comienzo? No estoy seguro de
que fue Lilibeth para mí, ni que fui yo para ella. Supongo que tendré que
tratar de dilucidar todo eso unos minutos antes de la próxima vez que la vea, justo
en el momento en que, de nuevo, nuestros días me invadan los pensamientos e
inesperadamente aparezca ella. Me doy cuenta que recordar a Lilibeth es también
invocarla, y esa cualidad me da una ventaja que espero no desaprovechar la
próxima vez, que puede ser en un año, tal vez más, tal vez menos. No importa,
teniendo en cuenta como fue siempre el devenir de mi vida, probablemente de acá
a un año yo siga siendo igual que ahora, o peor. Y está la pandemia, además.
Cierto, la música. Ahora si le doy play al
celular y reproduzco nuevamente la canción de Frusciante que no pude terminar
de escuchar en el colectivo. Se llama The past recedes, uno de mis temas
preferidos.
Bien, tengo que caminar tres cuadras. Ya me terminé el
cigarrillo, así que voy a prenderme otro en la próxima esquina y lo voy a ir
fumando durante dos cuadras para terminar lo que queda en la puerta del
edificio. La calle, las casitas, la fábrica que se incendió hace poco y las
veredas están bañadas por la luz de tono naranja del alumbrado público. A lo
lejos sale un humo espeso de una alcantarilla que, para mí, es de algún desecho
industrial, pero no estoy seguro. Camino despacito para no llegar antes de que
termine la canción. Voy esquivando los charcos de la vereda. La calle está
prácticamente vacía. No hay autos, ni ruidos, ni almas. Solamente yo.
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