La casa blindada
De los diez que eran al principio, solo quedaban ellas dos. Ambas llegaron a la conclusión de que ya no les importaba cuidar lo que había adentro de la caja. De hecho, determinaron que la única manera de ponerle fin a tanto miedo y angustia, era terminando con sus vidas. Así que hicieron un pacto, una suerte de último símbolo del amor que se tenían.
Lo iban a hacer con pistolas. La última vez que se usó
una dentro de la casa fue cuando el difunto Roque, en un ataque de locura, le
disparó a la caja. El metal impenetrable no sufrió ni un rasguño, pero la caja
se desenchufó y cayó al suelo, por lo tanto, todo tembló, muchos muebles se
rompieron y Roque se golpeó contra la pared fracturándose una pierna.
Inmediatamente enchufaron de nuevo la caja y, con mucho cuidado, la volvieron a
poner sobre el estante donde la siguieron cuidando. De aquel episodio pasó
mucho tiempo. Eventualmente la gente del grupo se fue muriendo por
enfermedades, suicidios y peleas entre ellos. Al final quedaron ellas solas. Ya
ignoraban cuanto tiempo había pasado desde que, encerradas en esa casa, se les
impuso la tarea de cuidar, junto con sus ocho compañeras y compañeros, de la
caja blindada. Esos días se les hicieron muy largos, y entonces, repito,
decidieron hacer el pacto que iban a llevar a cabo con pistolas.
Lo tenían todo planeado. Como ninguna de las dos se
sentía como una auténtica suicida, contarían hasta tres y se dispararían
mutuamente en la cabeza al mismo tiempo.
La última cena
la habían tenido dos días antes, ya no quedaba nada de comida dentro de la
casa, así que brindaron con la última botella de vino.
Para acelerar las cosas, una de ellas desconectó de la
caja el tanque de oxígeno y luego desenchufó el cargador eléctrico. Eso
significaba que, al agotarse la batería, ya no podrían tener energía en la casa
nunca más.
Sin electricidad, ni agua, ni aire, no tenían más remedio
que proceder. Se pusieron una frente a la otra, se miraron a los ojos y
sonrieron una última vez. Cargaron las armas, una le apuntó a la otra y
viceversa. Contaron en voz alta, llegaron hasta tres. Una, de tanto amor por su
compañera, no fue capaz de disparar, la otra, por lo mismo, se obligó a
hacerlo.
Atónita y devastada, la que sobrevivió se quedó en
silencio viendo el cadáver. La sangre se desparramaba por todo el suelo.
Llorando puso la pistola en su cabeza, respiró profundo y acomodó el dedo índice
en el gatillo, pero no pudo apretar.
La luz se apagó. La batería de la caja se había
agotado. La energía constante de todos esos años ya no existía.
Caminó a oscuras hasta llegar al estante. Agarró la
caja de metal impenetrable y la agitó con fuerza mientras gritaba. Entonces
todo empezó a volar por los aires: los muebles, los electrodomésticos, los
cadáveres y ella. No dejó de mover la caja hasta que se partió el cráneo de un
golpe en la cabeza contra el techo. La caja se soltó de las manos del cuerpo
sin vida, la inercia la hizo golpearse y rebotar contra un par de superficies
más hasta que quedó quieta. Todo lo que había en la casa, entonces, cayó a la
pared.
Ella quedó siendo un cadáver más ahí dentro, pero al
contrario de lo que creía, el miedo y la angustia nunca se fueron, así como tampoco
la, agregada a último momento, culpa.
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