El del precinto

 

En el asiento de acompañante viajaba el jefe y al lado manejaba el tipo que me puso el precinto, ni quiero decir el nombre de esos dos personajes. Atrás, en el baúl del auto, iba yo. No pude calcular exactamente cuánto tiempo, pero estuvimos viajando muchas horas. Sabía muy bien lo que se suponía que iba a pasarme. Intentaba gritar, pero me habían metido una media y tapado la boca con cinta. Cualquiera que me conoce sabe que nunca creí en ningún dios, y aun así, en ese momento me puse a rezar; pedía lograr sacarme el precinto que me sujetaba las manos, y mientras tanto tironeaba con todas mis fuerzas y más para poder lograrlo, pero era inútil: los precintos están hechos para no ser destrabados. Todo el cuerpo me dolía. El jefe, con mucho entusiasmo, me había dado una buena cantidad de golpes. El del precinto no lo disfrutó, pero cuando yo ya estaba en el suelo me propició unas cinco o seis patadas en el pecho. Finalmente, el auto se detuvo y todo se me distorsionó, había llegado el momento. Escuché abrirse y cerrarse las puertas de adelante y, posteriormente, el fuerte sonido de las pisadas de mis verdugos. Intenté imaginar cómo salir de esa: alguna información para darle al jefe, algo con lo que negociar. Fue inútil, la decisión ya estaba tomada.

Cuando me metieron en el auto era de noche, pero el largo viaje se encontró con el amanecer. El baúl se abrió y la luz me encegueció. Me hicieron bajar y me descubrieron la boca. En aquel momento no supe dónde estaba. Muy lejos de mis terruños: en un paisaje con calle de tierra, bosque, cantos de pájaros y demás sonidos de la naturaleza. Hasta se escuchaba la corriente de un pequeño arroyo. Era un paisaje tan bello que se podía hacer un almanaque con su foto: hermoso lugar para morir si así uno lo quisiese, y créanme que en aquellos tiempos tenía decenas de motivos para terminar con todo, pero no era mi elección y nunca había comprendido tanto como en aquel momento cuanto quería vivir. No era justo lo que estaba por suceder. Odiaba a esos tipos, ellos tenían que morirse, no yo.

De repente mis pensamientos se desvanecieron. Vi la pistola en la mano del jefe y sentí como el corazón me latía a un ritmo irregular, no sé bien cómo explicarlo. Tuve arcadas, de haber tenido algo en el estómago lo hubiese expulsado. Ahora me da vergüenza, pero lo cierto es que iba a rogar, hasta iba a pedir perdón, pero no llegué a hacerlo, el jefe habló.

— Quedate acá y tenete listo el auto, no voy a tardar. —  Le dijo al del precinto.

— ¿No querés que vaya yo? —Respondió.

No cabía lugar para cuestionamientos ante el jefe. Con cara de pocos amigos y sin siquiera mirarlo se limitó a reiterar.

  El auto listo, vuelvo enseguida.

Con mis manos sujetadas por la muñeca y apoyadas sobre mi espalda, lo miré al del precinto y pronuncié un quebrado, humillante y casi inaudible “por favor” mientras expulsaba de mi cuerpo lágrimas, sudor, mocos y orina. Nunca había sentido tanta impotencia, miedo y humillación. ¡Ay!, el tipo del precinto, con su cara de no tener la culpa de nada, no estaba exento de mi odio, al contrario. Tantas veces yo estuve en el mismo lugar que él: tantos trabajos de esa índole habíamos realizado juntos.

El jefe me llevó a punta de pistola hasta la orilla del arroyo. Me obligó a arrodillarme y apoyó la punta del arma en mi nuca. El sol daba de frente y lo debía encandilar a él tanto como a mí. Ya resignado me entretuve mirando nuestros reflejos en el agua mientras esperaba, pero el jefe tardaba, empezaba a pronunciar su folclórico speech para las ejecuciones: que la traición, que los códigos, que los juramentos. Tantas veces lo había oído sin ser yo el arrodillado. De repente me olvidé del dolor que sentía mi castigado cuerpo y recuperé un poco el aliento.

— Déjeme explicarle señor.

Un culatazo en la cabeza bastó para callarme. El jefe Siguió:

  No sabés cuanto me dolió tu traición.

Cargó el arma y quitó el seguro lentamente para agregar dramatismo. Yo no quería morir, no se podía terminar todo ahí. ¡Cerdo inmundo!, ¿Cómo podía tomar mi vida? Sentí que aun podía hacer algo y los músculos de mis brazos, casi por su cuenta, adquirieron una fuerza extraordinaria. Fue un manotazo de ahogado de alguien que no se resigna a dejar de existir. Y así es como en un instante todos los sonidos que oía cesaron dando entidad única al “click” del precinto. En una incalculable fracción de segundo, se dio esta sucesión de hechos: me percaté de mis manos libres, vi en el agua la posición del arma y pasando rápidamente mis brazos sobre la cabeza pude tomar de ambas muñecas a mí, ahora frustrado, ejecutor. Luego, con la fuerza que había salido de un espíritu que no creía tener, empujé hacia adelante dejando sus brazos sobre mis hombros, imposibilitándolo de dispararme. Teniendo al jefe momentáneamente inmovilizado y desconcertado por la sorpresa de todo el asunto, me invadió una ira salvaje que nunca había sentido, de la cual me valí para proceder y culminar con todo. Disparó desesperadamente un par de veces. Cualquier movimiento que yo hiciera podía servir para que se libere y me vuelva a tener en la mira. El jefe seguía insistiendo en disparar mientras hacía fuerza para que yo soltara sus brazos. Se olvidaba del hecho de que yo estaba de rodillas y solo le bastaba con pegarme una patada para volver a tenerme en su poder. Yo no ignoraba ese hecho y hasta no hacerlo soltar la pistola no me iba a sentir seguro. Por lo tanto, luego del quinto disparo que el jefe pegó al aire, abrí la boca y hundí mis dientes en su muñeca, haciéndolo soltar un alarido demencial que solo sirvió para incrementar en mí una síntesis de odio, satisfacción y repentina sensación de victoria.  Mi mandíbula adquirió la potencia de una prensa hidráulica. Atravesé carne, tendones, venas y surqué hueso hasta tocar mis dientes de arriba con los de abajo. Sentí el cálido fluir de la sangre y el sabor a hierro me invadió la boca. El grito del jefe llegaba a frecuencias nunca antes oídas por mí. Con su brazo destrozado dejó caer la pistola al agua mientras yo me levantaba y escupía todo ese amasijo de sangre, piel y carne. Con el brazo que le quedaba sano, el jefe se agachó para levantar el arma. En ese momento aproveché para patear su espalda haciéndolo tropezar hacia adelante. Tomé la sevillana que siempre llevaba en su bolsillo y le propicié varias puñaladas en la espalda y sus piernas para asegurarme de que nunca más se volviera a levantar. Quedó tirado boca abajo y retorciéndose sobre el agua. Levanté la pistola y medité sobre cómo debía proceder. No le iba a dar la satisfacción de un tiro de gracia. Puse mi pie sobre su cabeza y pude sentir como intentaba levantarla para tomar inútiles bocanadas de aire. Pensé en aplastar tantas veces como hiciera falta para lograr partirle el cráneo. Pero me decidí por simplemente aplicar la fuerza necesaria con el pie para que su boca y nariz quedaran sumergidas en el agua. No sé si fue por eso o por las puñaladas, pero no tardó en dejar de sacudirse.

Ya más tranquilo me acordé del otro tipo, el del precinto. Seguramente ya se estaba preocupando de que el jefe no regresara. Verifiqué las balas de la pistola y me dirigí al punto de partida para sorprenderlo. Mientras caminaba pensaba en todo lo que me hubiera gustado decirle al jefe, todo había sucedido tan rápido que perdí la oportunidad de verlo humillado y rogando por que lo perdonara. Fue un accionar puramente defensivo, pero, aunque satisfactoriamente violento, no se trató de una venganza. Aun así, me consolé pensando en que una vez que tuviera al del precinto desarmado y de rodillas, podría verlo llorar suplicando por su vida.

Llegué y no lo encontré. Las puertas del auto estaban abiertas y la llave puesta, como esperándome. Ni rastros de mi antiguo compañero. Busqué, pero nada. Pensé en meterme al bosque para ver si estaba ahí, pero no lo hice. Tenía mucho que hacer ahora. Estaba vivo y tenía que pensar en cómo iba a mantener ese status. Subí al auto, metí el arma en la guantera y me alejé de esa hermosa naturaleza. En el camino fui desarrollando una teoría sobre lo que pasó con el del precinto y de cómo me había logrado escapar. Seguí alimentando esa teoría durante mucho tiempo.

 

El del precinto cambió durante estas décadas. De la abundante cabellera conserva unas pocas canas, echó panza y los años le arrugaron la cara. De todas formas, lo reconocí en seguida. Me pasaron el dato de su paradero y pude dar sin dificultades con él. Vive en una cabaña en las montañas: un hogar precioso, de esos que mantienen siempre olor a cedro recién cortado. Por todos lados hay fotos de sus nietos. Antes de llegar me aseguré de que su mujer no estuviera: tiene para media hora en la iglesia y otros veinte minutos de viaje desde el pueblo. Yo por mi parte también cambié. En todos estos años gocé de buena salud, disfruté de la vida, la sufrí, dejé muchos malos hábitos y adquirí otros, trabajé mucho y también descansé, me enamoré muchas veces, amé, odié, tuve familia, perdí gente, demasiada. Ahora, a esta edad, estoy jubilado de casi todo. Me he replanteado muchas cosas y trato de atar cabos ya que se acerca el crepúsculo de mi vida. Por eso estoy acá hoy. Claro que no entro en detalles con el del precinto, a quien le estoy apuntando con mi pistola desde hace un rato. Es que ando un poco escaso de tiempo y, reconozco, todavía no se bien que es lo que tengo pensado hacer. Lo dejo hablar y lo escucho mientras me cuenta de su vida, sus nietos, la organización y como se salió de ella. Me explica lo que yo había deducido muchos años atrás: él lo quería al jefe muerto, pero no se animó a tomar el riesgo, así que le siguió la corriente en todo y esperó que, al limar el precinto que me puso, yo pudiera escapar y resolver todo el asunto. Dejó que me fuera en el auto y se disparó en la pierna para que todos creyeran su historia y es por eso que hasta el día de hoy usa bastón. El plan funcionó, y en parte, estoy agradecido porque estoy vivo gracias a eso. Pero no vine hasta acá a darle las gracias. Aquel día dejó secuelas en mí. Nunca había sentido tanto miedo y humillación y por eso voy a castigarlo. Porque mi venganza no se completó matando al jefe.

Ya no tenemos treinta años así que le perdono la paliza: ni él tiene la fuerza para soportarla ni yo, honestamente, la energía para propiciarle una que le haga justicia a la de aquella vez. De todas formas, no la está pasando nada bien. El miedo a mi 9 mm y la vejez le aflojan la vejiga. Mientras lo veo así, muerto de miedo, de a poco empiezo a sentir una gran satisfacción. Le explico bien los motivos de por qué estoy ahí. Lógicamente no estoy vengando mi muerte porque sigo vivo. Lo que quiero es que sienta la misma humillación que sentí yo, pero principalmente, el mismo pánico.

  Pero gracias a mi estas vivo. —  Dice temblando.

— Sí, pero eran pocas las posibilidades de que me logre escapar. Zafé por un pelo y vos lo sabes. — Le respondo mientras descanso el brazo con el que le estoy apuntando.

Tomo una decisión y se la explico bien: tal como conmigo aquella vez, la muerte no es una sentencia absoluta. Lo que quiero es que padezca aquel miedo inenarrable de estar sentir que todo va a terminar en un instante y no tener ni idea de cómo prepararse para eso. No soy ingrato, así que por el detalle del precinto le voy a perdonar la resignación casi total que yo sufrí, para remplazarla por incertidumbre. Mitad de posibilidades de que viva, mitad de dejarlo seco acá nomás.

  Ahora voy a contar hasta diez. —  Le digo mientras le apunto a la cabeza.     Uno, dos, tres…

—¿Pero me vas a matar? —  Pregunta llorando.

  Pero hombre, ¿qué gracia tiene si te digo?

Sigo contando. ¡Que dicha me da todo esto! Las lágrimas brotando de esos ojos con cataratas, perdiéndose en los surcos de sus arrugas. ¡Cuánto sufrí por su culpa! Ahora lo está entendiendo.

  Cuatro, cinco…

Tiembla, suplica, no sabe qué hacer.

—Seis, siete…

Yo tenía mi vida por delante. Claramente no es justicia, él es un viejo. Pero qué lindo se siente su terror. Reparo de nuevo en su pantalón meado.

  Ocho. —  Pronuncio dilatando mucho la letra “o” de la palabra.

La verdad es que voy por el nueve y no sé si disparar o no. ¿Qué hago?

 

A veces no se si soy bueno o pelotudo. Media hora limpiando todo para que la vieja no se encuentre con nada desagradable cuando llegue. Encima me quedó algo de sangre en los zapatos, voy dejando algunas huellitas mientras camino hacia mi auto. Me siento, me abrocho el cinturón y me tomo un tiempito antes de arrancar. Respiro profundamente, tranquilo. Pienso mucho y llego a la conclusión de que no sé qué voy a hacer ahora. Este tiempo que me queda de vida, que no es mucho, ya no sé cómo gastarlo. En fin, algo se me ocurrirá, espero. Tengo que irme de acá antes de que la vieja llegue de la iglesia y me pregunte por su marido, porque enfierrado como estoy ahora, todos saben lo que haría para salir de esa incómoda situación.

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